Fue en setiembre del 2010 y yo estaba en París, participando de un festival de poesía del que me desligué al poco tiempo. Aconsejada por una amiga decidí visitar la gran muestra de Monet en el Gran Palais, evento del que participaron todos los museos del mundo con obras del autor. De modo que ahí estaba Monet, y a pleno. Al día siguiente después de un encuentro con amigos partí hacia Buenos Aires llevándome esa “impresión” como único souvenir.
Alguien me aconsejó al poco tiempo que leyera “Los años de Giverny, correspondencia” de Claude Monet: cartas dirigidas a su mujer Alice Hoschedé y a su marchand Durand-Ruel ya sea desde Giverny o cuando salía de viaje para explorar otros paisajes.
Desde el principio emergió la obsesión del artista por la luz, estado que asocié inmediatamente a la escritura. Es decir, la poesía también, es el resultado insaciable de una obsesión.
Más tarde, leí las recetas de comida a través de su famoso cuadernillo, en el que plasmó evidentemente el arte maravilloso de la cocina, dotes que lucía para agasajar a sus amigos, importantes artistas de la época.
Hasta ese momento todavía no conocía Giverny, de manera que el libro lo escribí en base a otros libros o bien a través de las fotos que pude conseguir.
Finalmente, en el 2014, tuve la oportunidad de viajar de nuevo y, por supuesto, conocer el lugar que Monet eligió para vivir, ornándolo de tulipanes y puentes de madera sobre un estanque donde flotaban sus nenúfares. Paisaje oriental ideado por él mismo. Así que cuando lo vi le dije a una amiga que me acompañaba “no tengo nada que agregar”.
El arte una vez más une a los artistas y les dispensa un sortilegio que se deja asir sin condiciones.
Rita Kratsman
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