Próxima Reunión: miércoles 20 de MARZO de 2024, 10 hs. ¡¡ FELIZ 2024 !!

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Reunión miércoles 02-05-2018: la mirada de Ricardo Czikk (desde https://medium.com)

Ricardo L Czikk
Argentino, consultor. Psicólogo, más tarde Master en Educación, ex gerente corporativo de RH. Mejor lector que escritor. Triatlonista que no compite.

Manos que hablan, bocas que escriben
Una mañana en el Moyano

Encontré la oportunidad, un miércoles en el cual no tendría la reunión habitual. Imperativo, el tiempo se escurre, la invitación de Daniel me había quedado: taller de escritura con las chicas en el Moyano, ¿querés venir? Hace tanto. Ahora sí. Podía y quería ir.



El intercambio fue breve y cálido: a las 10 en la puerta. Sí, claro. Creo que sé llegar. Dentro de mí comenzaban a tejerse las expectativas, a cocinarse a fuego lento las preguntas y ansiedades.

Tras el subte, en la parada para el colectivo final, una casa. Una perla de color en el sur de la ciudad. Pinturas: un hombre sostiene los balcones y el chico busca la pelota que “se colgó” arriba de la ventana, la mujer asoma por encima de otro balcón con sus pezones orondos de lactancia preanunciada. Atrevida, pone en relieve el trabajo de parto que habita la casa del trabajador. Todos son parte de la misma faena de vivir.

Fotografiaba temeroso, mirando para todos lados, ante la idea que me asaltaran. Me sentía inerme en lo que parecía otra galaxia y sólo me había movido de barrio. La lluvia era inminente -ella se hizo interminable en este otoño húmedo y pegajoso- y yo no había llevado paraguas.



Desde el colectivo vi al Borda. Recordé mi visita hacía treinta y cinco años para administrar un Roscharch. Conecté con mi joven entusiasmo por la clínica y mi rápida decepción con su práctica. Quizá recién ahora estaría maduro para volver a ella, pensé, pero rápidamente desestimé lo que consideré una suerte de ¡deseo preconciente!

En la esquina bajé y caminé. Lo vi desde el ingreso a la playa de estacionamiento, tras el gris del día que nos separaba. Celular en mano. Me sonrió. Hablaba. Me dio tiempo a desenvainar, apuntar y disparar . Me miró de nuevo. Levantó el pulgar y allí lo capturé a Daniel. Al cortar me advirtió: Ojo, adentro no, fotos no se puede. Enfundé rápido, que no se armara lío.



Veo la foto y aprecio algo de lo que no vi en esa pared amarilla, ocre y desgastada: el rastro de un afiche despegado, posible palimpsesto de alguna protesta sofocada, quizá un reclamo por mejores condiciones o alguna invitación a un coloquio.

Me transmite calma: Vení, vamos adentro. Acordate, fotos no. Podremos fotografiar las manos.

Faltaba aún un largo recorrido. Dany se estira, se prolonga, moroso saluda a todos por igual, al guardia, a las chicas que se cruzan, el pasillo es largo, interminable y alto. Subimos uno o dos pisos. Le pido me indique un baño: tras aquella puerta de madera, ¿ves? Te espero acá. Se quedó, iba a saludar más y más. Al enfermero, a la gente de la administración y luego besaría a la cocinera, a los psiquiatras y psicólogos. Más tarde al jefe. Repartía besos y comentarios.

¿Te puedo saludar? le decía a las mujeres que no conocía, pero que intuía se acercarían al taller: estamos allá. Seguía. Reclutaba. Mientras tanto demolía mis estructuras. Anotaba dentro mío, Dany junta talleristas, ¿no sabe quién vendrá?, ¿y si no hay nadie hoy?, ¿para qué vine? La ansiedad me gana siempre de mano y esta vez no era diferente. Iba detrás de él, cuidando no alterar su estela, su impronta educada, su estilo abierto mientras lo escrutaba, escudriñaba y trataba de comprender qué hacía él allí desde hacía once años, quincenalmente, voluntario, con esas bolsas llenas de libros, cuadernos, cámara de fotos, grabador y su celular, el sweater colgando, meneándose mientras parecía buscar el lugar. Mira para todas partes como perdido, aunque está claro que sabe. No es un ardid, ni una impostura. Es respeto en estado puro.

Llegamos a la mesa larga, había dos mujeres. Las conoce. Respiro aliviado. Estamos. Son las 10,15.

Saco mis libros de la mochila: Estuche negro y Desmonte. Ya hay manos que esperan y una inquiere con timidez sobre la factibilidad de publicar libros, porque, me aclara, lleva escritos cien poemas de amor. La miro, siento que es frágil. Temo que querrá saber más.



Siguen llegando. Así será durante las tres horas, en ese salón al que se accede por varias entradas sin puertas. Es un hospital antiguo, así que los techos son muy altos (muy), lo que hacía a los ambientes gigantes, desmesurados y me llevaba a una sensación de soledad y vacío. Más tarde resignificaría esa sensación. La tele encendida en el salón contiguo, estará así todo el tiempo que estemos, más tarde allí se servirá el almuerzo. Hay una o dos oficinas que puedo ver, a las que irán llegando algunos profesionales con pacientes y como no tienen techo, se sumarán los diagnósticos y conversaciones terapéuticas al maremágnum de voces y sonidos. Hay ventanas altas, veo sillas apiladas con un cartel que dice: no mover. Un ropero viejo, me recuerda a los de mi abuela.

Nos quedamos en la mesa. Las sillas se sumarán y vaciarán sucesivamente al ritmo de los llamados que hace el enfermero -te quiere hacer una orden, te quiere ver el doctor, aprovechá ahora que está libre- quien alto y peinado a la gomina con sonrisa resplandeciente, será a su turno reemplazado por un joven psicólogo, quien amable preguntará a alguna si tenía ganas de charlar un ratito. Dany no se inmutará en ningún momento. Todo es parte natural de su estar ahí.



Publicar un libro no es necesario, le respondí. Claro que no estaba diciendo la verdad, porque a todos nos gusta vernos en la tapa, pero me atajaba ante la inminente posibilidad de que me preguntara por los costos y el sinfín de tareas de edición las que yo creía que mi interlocutora no podría ni cubrir ni pagar. Andamos por la vida con los prejuicios a cuestas. Le conté, como quien reparte ejemplos personales, que tenía un libro sin publicar: “Diarios de insomnio”. Dany aprovechó y me pidió que leyera.

Leía uno de los poemas de la serie insomne, cuando una mujer apareció asomando al salón y con medio cuerpo afuera, dijo: eso es barroco. Me frené, así sin miramientos descerrajaba un preciso diagnóstico. Inmediatamente agregó: Alejo Carpentier, Viaje a la semilla. Más tarde me contaría que era profesora de literatura, que participaba en algunos seminarios. Había sido internada por una serie de sucesos que no terminé de entender, aunque advertí una suma encadenada de malos momentos. Su padre en el medio. Hombres malos, aparentemente motochorros, una casa ocupada, mujeres prostituidas y la policía. Más tarde le diría a todas, que allí estaba fenómeno, que comía y dormía bien, nada de lo externo la amenazaba. Con voz triste y cansina, una joven, morocha y de uñas cuidadas - con su celular se la ve en la foto más abajo- le replicaría: Extraño a mis hijas. Me gustaría salir de acá. Quiero verlas. Un silencio profundo, de compasión y empatía, siguió a sus palabras.



Hábil navegante en esas aguas nunca quietas, Daniel pidió que escribieran. Varias estaban sin hojas ni biromes, pero él sin inmutarse y aventurándose en el más allá de esas puertas y horizonte de ruidos lejanos, iría al rescate de materiales. Estuvo quien preguntó varias veces, quien se internaría sin hablar, al rato todo era silencio y escritura. Me sumé.



El insomnio fue un disparador para textos maravillosos, algunos descriptivos de largas noches sin pegar un ojo, en otros una ventana a los sueños, pero siempre marcados por sufrimiento, pastillas, redondas, pastillas de colores, de todo tipo y algo de la locura se hizo presente. Alguna se animó a más y habló de diez años internada, de un regreso sin gloria, de un hijo que le pegaba pero que ahora no, lloró, las otras nuevamente se quedaron en silencio. Traté de no ser la excepción. En Roma haz lo que los romanos hacen.

Daniel las grababa, las filmaba pero sólo al cuerpo y las manos. Les pedía una segunda vuelta, pero algunas no superaban la timidez inicial, otras se envalentonaban y ya se ponían casi a declamar sus poemas. Se animaron.



Sobre el final, había que ingresar los libros a la biblioteca donada por APOA (la Asociación de Poetas de Argentinos) y allí nuevamente nos detuvimos. Las chicas ya empezaban su almuerzo y otras internas se acercaron. Sentí pudor de quedarme. Las ultimas fotos son de mis libros como una máscara, mis libros que se van de paseo en una cartera. Ya terminábamos y sentía que el tiempo había volado.



Daniel, guía fiel, me sacó de allí no sin antes saludar a todos, así que nuevamente lo tuve que esperar. Ya más suelto conversé con algunas de las mujeres que seguían en los pasillos.

Me ofreció acompañarme con su paraguas bajo la lluvia. Elogié su trabajo, él me agradeció la presencia.



El Capitán Beto comandaba mi 95 y ya me llevaba a mi Itaca, tras un tiempo entre paréntesis para mi breve Odisea. Vuelta a mis cosas de siempre, a la habitualidad de la agenda, a las pequeñeces que me mantienen en un margen del mundo, pero son ellas, las mujeres que conocí, las verdaderas marginadas que una vez cada quince días pueden con sus manos hablar.

FUENTE:
https://medium.com/@ricardolcz/manos-que-hablan-bocas-que-escriben-d3100235600b

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